El Foco de Ana: El Carnaval es libertad
No son pocas las ocasiones en las que, como estudiante de Comunicación, me he planteado hasta dónde puede llegar un mensaje, y la polémica surgida por la expulsión del cuarteto "Los siervos de Alba" en la segunda jornada de preliminares del Concurso de Agrupaciones de Canto de Carnaval es otro buen motivo para plantearse este debate. Aunque quizás sería mejor reconsiderar primero la pregunta inicial y enfocarla así: “¿hasta dónde podemos nosotros llegar con un mensaje?
Basta con echar una mirada al pasado para encontrar grandes ejemplos de lo que se puede lograr con la palabra, desde un “I have a dream” hasta un (aunque aún cueste creerlo) “make America great again”. En una sociedad en la que incluso nuestras aspiraciones y deseos quedan registrados en una nube semejante a cualquier dios, pues nadie puede verla, pero todo el mundo cree en ella, lo que decimos es ya casi más importante que lo que hacemos. Esto me lleva irreversiblemente a otra incógnita: ¿qué es la libertad de expresión?
En términos jurídicos, la libertad de expresión es ese derecho que tiende a violarse en ciertas ocasiones, y que está recogido en el artículo 20 de nuestra Carta Magna. Constitución en mano, la libertad de expresión consiste en poder expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción. Hasta aquí bien, pero centremos la atención por un segundo en el Título I, donde se encuentra esta definición. “De los derechos y deberes fundamentales”. La libertad de expresión es un derecho fundamental, pero también es un deber, un deber que hay que cuidar.
No obstante, hoy me gustaría hablar de la libertad de expresión que se ejerce cada año en las tablas del Teatro Cervantes y de su homónimo, el Gran Teatro Falla de Cádiz, aun no siendo una fiel seguidora. En tiempos de Carnaval, estos escenarios que se convierten en patíbulos de denuncia, de demanda y de justicia, son el paredón de la corrupción, de la violencia de género, del machismo, de la desigualdad… y el altavoz perfecto para voces que nacen de lo más profundo de la cotidianidad. Los trajes, las guitarras y los compases son el acompañamiento de la palabra que sale vigorosa del pecho de cada artista que se emociona y cierra el puño en cualquier verso.
Creo que en esto consiste el Carnaval, en cantar con humor y pericia, con agudeza para poner “colorao” a más de uno y poner los vellos de punta ante quien se siente identificado con algún que otro pasodoble. Y así se hace la libertad de expresión. El gusto es subjetivo, la esencia nunca podría serlo. Por ello, aquí no pega ser siervo de Alba, ni tampoco que Alba tenga que salir de escena en varias ocasiones porque tres niños en tirantes y pajarita le están diciendo fea y gorda. No pega perpetuar la presión de los cánones de belleza y la obsesión del culto al cuerpo, en detrimento del conocimiento y la personalidad. Tampoco pega hablar de Donald Trump como el tío que se pasea con dos top models, sino como el presidente de los Estados Unidos de América que quiere levantar un muro en México y que habla de “países de mierda”. Esto podrá malinterpretarse como un derecho, pero para nada es un deber. Porque yo me pregunto: ¿hasta dónde podemos llegar con ese mensaje?